miércoles, 23 de marzo de 2016

Por amor a mí


¡Cuán grande ha sido, es y será su amor por mí! Todo lo dio, todo lo sufrió; no se aferró a su linaje, nada escatimó. Nadie le quitó la vida, Él mismo la dio... Fue herido y humillado; muchos le negaron y le olvidaron. latigazos su cuerpo fue desfigurado; escupían su rostro mientras que el sol quemaba sus heridas.

El mismo gran Rey de reyes fue coronado de espinas; el mismo Señor de señores anduvo por el camino de la vergüenza, aquel que al pecado jamás conoció. Su piel cubierta de burlas en su cuerpo yacía; abatido por el peso de mis pecados cargaba una cruz que no merecía. En momentos, sin fuerzas y desgastado caía y aún así se levantaba; se levantaba por amor...

Como si hubiese sido el peor ladrón o el más vil pecador le fueron enterrados los clavos del deshonor… en sus manos y en sus pies... en sus santas y serviles hermosas manos; aquellas que tanto sanaron, que tantos milagros obraron, que tantas caricias de amor brindaron. Enterrados en sus benditos y sagrados pies, que en cada paso anunciaban su deidad; aquellos pies que no se cansaban de caminar para llevar a los necesitados la santa paz, la salvación y la sanidad.

Estando a su derecha, en mis últimos minutos de vida, fui bendecido con su gracia; experimenté de manera insondable el consuelo del Espíritu Santo y la misericordia del Santo Padre. En ese preciso momento y sin entenderlo comencé a adorarle en espíritu y verdad y descubrí que todo lo que hizo fue por amor a mí.

Nunca olvidaré su mirada… con lágrimas de sangre brotando de sus ojos me reveló la pasión de su entrega, la locura de la Cruz, su amor, perdón y misericordia para conmigo y el mundo entero. Su mirada me libertó y a través de ella penetró hasta lo más recóndito de mí ser. Asustado sin comprender exclamé en mis adentros que sólo Él es la verdad, el camino y la vida.

Yo no podía gesticular… era tan grande lo que sentía. En ese preciso instante me abandoné a su misericordia y acepté su perdón. Con un nudo de arrepentimiento en mi garganta (porque sabía que era merecedor de ese suplicio a causa de mis culpas y pecados) lloré sin consuelo... yo no merecía tanto amor ni era digno de morir al lado del Hijo de Dios, de Aquel que todo lo había dado por mí... del Salvador de mi alma.

Conociéndola, cerró sus ojos ante mi maldad y, a pesar de ser motivo de condena, perdonó cada uno de mis pecados. Lloré al sentirme amado y justificado; sin pensarlo dos veces le dije: -Jesús, acuérdate de mí cuando entres a tu reinoy Él con palabras rebozadas de ternura, misericordia y compasión me respondió -En verdad te digo que hoy mismo estarás en el paraíso-.

Y aquí estoy... en el paraíso junto a Jesús, habitando la morada que Él preparo para mí, viviendo una vida de plenitud en este santísimo lugar donde sólo hay amor y paz; ahora danzo alegre ante su trono, me abrigo en la hermosura de su santidad y encuentro descanso a sus pies

¡Cuán infinita es la misericordia del Señor! Por pura gracia me fue entregada la mejor de las coronas, aquella que jamás merecí: vida eterna junto a Él... en un cielo nuevo y en una tierra nueva donde no hay muerte, ni llanto, ni clamor, ni dolor; donde solo hay gozo y puedo adorarlo y contemplarlo sin fin.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Deja un comentario.